Dios mueve al jugador,
y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama
empieza (...)?
JORGE LUIS BORGES
No parece posible asignar un origen histórico
bien determinado al milenario juego del ajedrez; cualquier
empeño en esta dirección nos conduce a
un conjunto de leyendas y anécdotas de dudoso
valor, junto con unos pocos datos que apuntan a Oriente
y a vetustas dinastías. La datación más
remota establecida hasta la fecha le concede una antigüedad
de unos cinco mil años y se fundamenta en el
hallazgo arqueológico de unas piezas de barro
cocido, consideradas figuras de ajedrez, en suelo mesopotámico
(1.938). Precisamente hacia esa misma época y
lugar florece en manos de los sacerdotes caldeos la
antigua ciencia de la Astrología. Entre ambos
hechos existe una íntima conexión que
ha pasado, al parecer, inadvertida a los ojos de los
historiadores. Para percatarse de su significado y alcance
es preciso, en primer lugar, tomar conciencia de la
posición central que ocupaban los estudios astrológicos
en la formación de los antiguos sabios mesopotámicos
y de cómo la cosmovisión contenida en
ellos impregnaba todas las manifestaciones culturales
de la época; en segundo lugar, admitir que, dada
la sofisticación propia del reglamento y de la
práctica del ajedrez, parece lícito suponerlo
obra de un espíritu altamente instruido, lo que
en nuestro contexto vale tanto como decir versado en
los misterios de los sacerdotes-astrólogos. Que
algo del contenido fundamental de esos conocimientos
haya sido plasmado simbólicamente en la estructura
y dinámica propia del juego de ajedrez no debe
sorprendernos; por el contrario, es más que presumible
que un propósito didáctico guiase la determinación
de sus características y su puesta en circulación.
Más en concreto, pensamos que en su origen el
ajedrez fue básicamente un complejo y condensado
símbolo críptico de las fuerzas astrales
que intervienen en la conformación de la vida
humana sobre la Tierra. En apoyo de esta tesis cabe
aducir que en todos los demás supuestos lugares
de origen del ajedrez y allí donde éste
ha sufrido alguna modificación estructural siempre
ha estado presente un desarrollo igualmente importante
del saber astrológico: en Egipto, donde, por
cierto, se jugó un ajedrez de doce piezas y treinta
casillas que se corresponde con los doce signos del
zodíaco y los treinta grados de arco en que cada
uno de ellos se subdivide, y donde también se
jugó con un tablero de doce por doce, más
tarde incorporado por otras culturas; entre los hindúes,
acerca de cuyo juego escribió en el año
947 el historiador árabe Al Masudi: "explican
por las casillas del tablero el paso del tiempo y de
las edades, las grandes influencias (cósmicas)
que rigen el mundo y los vínculos que unen al
ajedrez con las almas humanas"; entre los mismos
árabes, auténticos introductores en Occidente
del ajedrez y de la astrología; y en la Corte
de Alfonso X, el Sabio, donde "El libro de ajedrez
dados y tablas" y las "Tablas Alfonsíes"
(astronómicas) testimonian el interés
por ambas cuestiones.
Si esta correlación no ha sido establecida
hasta ahora con mayor nitidez se debe en parte a la
apariencia de mero juego de guerra con que el ajedrez
se muestra a primera vista y también a las múltiples
variantes históricas que dificultan la percepción
de un esquema común subyacente. No pretendemos
que todas las añadiduras y mutaciones del juego,
especialmente las más recientes, estén
inspiradas astrológicamente, pero sí algunas
y, en todo caso, en todas y cada una de sus principales
variantes se conserva de un modo u otro el esquema principal.
Incluso en su forma actual, es aún claramente
reconocible un estrecho isomorfismo estructural entre
el despliegue inicial de las piezas en el tablero de
ajedrez y la disposición de los planetas en el
tradicional sistema astrológico de las dignidades
o regencias planetarias, tal como muestra la figura
1,y como explicamos a continuación.
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La teoría
astrológica de las dignidades planetarias
afirmaba que en su deambular por el zodíaco
cada uno de los siete planetas conocidos por entonces
(incluyendo como tales al sol y a la luna, de acuerdo
con la terminología de la época) atravesaba
zonas que le eran particularmente afines y otras
especialmente adversas. |
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Figura 1
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La zona de máxima afinidad era normalmente
un signo del zodíaco en el cual se decía
que el planeta tenía su domicilio; o, a la inversa,
cada uno de los doce signos zodiacales constituía
una suerte de depósito energético inerte
cuyas fuerzas eran absorbidas y movilizadas por uno
de los astros errantes, al que se proclamaba planeta
regente o señor de ese signo. La disimetría
entre estas dos cifras, siete planetas y doce signos,
forzó una solución ingeniosa al problema
del reparto de la tarta zodiacal entre los comensales
planetarios. El Sol y la Luna formaban una categoría
aparte: la de las luminarias o señores del día
y de la noche, respectivamente. Cada luminaria gobernaba
al resto del séquito planetario durante su propio
período de esplendor. Esto permitió dividir
el zodíaco en dos sectores, uno diurno y otro
nocturno, de seis signos cada uno, y albergar a los
cinco planetas propiamente dichos más la luminaria
correspondiente a razón de un planeta por signo.
Cada planeta tendría así un domicilio
diurno y otro nocturno, excepto las luminarias, que
tendrían un sólo domicilio. El signo de
Leo, cruzado por el Sol en pleno corazón del
verano, fue puesto bajo la regencia de ese mismo cálido
Sol. Los cinco signos siguientes, desde Virgo a Capricornio,
recibieron como regentes a Mercurio, Venus, Marte, Júpiter
y Saturno, de acuerdo al orden decreciente de sus velocidades
medias. La Luna, míticamente considerada hermana
gemela del Sol, fue colocada junto a éste en
el signo precedente de Cáncer. A partir de aquí,
se repite la misma secuencia planetaria, pero en sentido
retrógrado o a manera de espejo, desde Géminis
hasta Acuario (véase la figura
1).
En esta distribución quedan con un mismo planeta
regente los signos primero y octavo (Marte), segundo
y séptimo (Venus) y tercero y sexto (Mercurio),
quedando para los cuarto y quinto el privilegio de tener
regentes de uso exclusivo (Luna y Sol, respectivamente).
En la figura 1, se desvela con claridad el paralelismo
de este esquema con la disposición de las piezas
en el ajedrez, donde también corresponden a un
mismo tipo de pieza las casillas primera y octava, segunda
y séptima, tercera y sexta, quedando la cuarta
y quinta con piezas únicas como propietarias.
Todo esto podría pasar por una simple y curiosa
coincidencia si no fuera porque, además, existe
un paralelismo aún más evidente entre
la naturaleza y movimientos de las piezas mayores del
ajedrez y el significado simbólico atribuido
por los antiguos a los planetas que, según nuestro
esquema, les corresponden.
Así podemos ver como a Marte, señor
de la guerra, le corresponde la torre, pieza representada
en otras épocas como carro de combate y, más
tarde, como castillo o acuartelamiento. Como prototipo
de la virilidad, Marte representa las líneas
rectas y los movimientos francos y directos, lo cual
concuerda perfectamente con la forma en que la torre
se desplaza por el tablero.
Menos evidente es la relación entre Venus y
el caballo. Para comprenderla hay que recordar que inicialmente
el caballo representa al jinete más que al animal,
a la caballería como fuerza menos tosca, más
elegante, refinada y habilidosa que la infantería,
atributos éstos próximos a la planetaria
diosa de la belleza. Pero, sobre todo, hay que prestar
atención a la apariencia gráfica del símbolo
astrológico de Venus (véase en la figura
1). Los antiguos astrólogos construyeron
los símbolos planetarios como combinaciones de
tres elementos primarios: el círculo, el semicírculo
y la cruz, que esotéricamente pasan por símbolos
del espíritu, el alma y la materia, respectivamente.
Con Venus, vemos un círculo situado sobre una
cruz, el espíritu dominando a la materia y sirviéndose
de ella. Es exactamente lo que representa un jinete
controlando a su caballo: el dominio de la racionalidad
sobre las pulsiones instintivas. El concepto de equilibrio
asociado a Libra, uno de los signos regidos por Venus,
es igualmente esencial al jinete y al símbolo
gráfico de un disco o esfera pugnando por sostenerse
en la precaria base de una cruz -la fuerza con que las
pasiones "tiran hacia abajo". Por otra parte,
en Oriente se encuentra ampliamente difundido el concepto
de polarización dual de todo cuanto existe en
forma, por ejemplo, de YANG y de YIN, que vienen a ser
como el día y la noche, la luz y la sombra, lo
blanco y lo negro, lo masculino y lo femenino. Si observamos
el peculiar movimiento del caballo en ajedrez podemos
comprobar que es la única pieza que cada vez
que cambia de posición pasa a una casilla de
color contrario al de su lugar de origen, como si fuera
la encargada de relacionar entre sí los mundos
contrapuestos del YIN y el YANG. En efecto, Venus es
el depositario astrológico de los vínculos
conyugales, la atracción de los opuestos y el
equilibrio de los contrarios. Por eso caen también
bajo su dominio las formas geométricas cuyos
puntos superficiales equidistan de un centro, como la
esfera, el círculo y las curvas en general, propias,
por lo demás, de la anatomía femenina
de la diosa del amor.
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En la figura
2, mostramos una serie de saltos sucesivos
del caballo describiendo lo más parecido
a un movimiento circular que es posible trazar sobre
un tablero de ajedrez. Si los movimientos de la
torre (Marte) dependen de gestos rectilíneos
de la mano del jugador, los del caballo (Venus)
nos invitan a dibujar curvas en el aire. |
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Figura 2
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Ciertamente el juego no fue concebido a la ligera.
En cuanto a la particularidad exclusiva del caballo
de poder saltar por encima de otras piezas no es difícil
relacionarla con la idea de que para el espíritu
(el círculo) que ha alcanzado el poder de disciplinar
a la materia (la cruz) los cuerpos físicos de
las otras piezas no deben representar un obstáculo
absoluto.
Si observamos ahora el símbolo de Mercurio,
planeta que en nuestro esquema se corresponde con el
alfil, veremos que él también contiene
un círculo sustentado sobre una cruz. En el antiguo
ajedrez el alfil podía igualmente saltar sobre
otra pieza; la reforma medieval del juego le privó
de esta facultad a cambio de ampliar su capacidad de
desplazamiento más allá de dos casillas,
lo cual parece más acorde con la velocidad propia
del "mensajero de los dioses", pero le hace
perder una cualidad importante de su sentido originario.
El grafismo de Mercurio presenta otra notable peculiaridad:
es el único que contiene simultáneamente
los tres elementos primarios, como imagen de algo perfecto,
acabado, completo en sí mismo y no necesitado
de algo exterior. La tradición lo considera un
planeta estéril, asexuado ó hermafrodita.
El Sol y la Luna forman una pareja mítica en
todas las culturas, Venus y Marte se emparejan en función
de la orientación complementaria de los elementos
que integran sus símbolos (círculo sobre
cruz, cruz sobre círculo) y otro tanto ocurre
con Júpiter y Saturno, pero no así con
Mercurio, único de los siete que queda suelto,
aislado y confinado en su propio mundo. El alfil es
también la única pieza que desarrolla
todos sus movimientos en casillas de un mismo color
-o de un mismo sexo, en conceptos de YIN y de YANG.
La posición junto al rey del alfil se explica
astronómicamente por la situación de la
órbita de Mercurio como planeta más próximo
al Sol (el Rey) y simbólicamente por su papel
bien de consejero, bien de bufón, apariencias
ambas con las que de hecho ha sido modelada y conocida
esta figura en las diversas versiones antecedentes -los
antiguos astrólogos atribuían a Mercurio
tanto la inteligencia como el sentido del humor.
En cuanto a la correspondencia de la Dama y el Rey
con la Luna y el Sol no es preciso argumentar largamente.
Mencionaré tan sólo cómo ambas
piezas se mueven de la misma manera, con la sola diferencia
de la amplitud de desplazamiento (el enroque no se incorporó
al juego hasta el siglo XVI). También el Sol
y la Luna son los dos únicos planetas que comparten
el privilegio de moverse siempre de manera directa,
es decir, no presentan retrogradaciones, pudiendo cifrarse
el recorrido diario medio del Sol en torno a un grado
de arco y el de la Luna en unos trece. Esto concuerda
con la gran movilidad de la Dama que puede cruzar todo
el tablero en cada turno mientras que el Rey, con toda
su majestuosidad, no puede ir más allá
de una casilla por vez.
Nos queda por explicar uno de los aspectos más
problemáticos de la analogía que nos ocupa
y que probablemente es el responsable directo de que
no haya sido identificada con anterioridad: ¿por
qué ocho piezas mayores y no doce?, ¿qué
hacemos con Júpiter y Saturno?. Si observamos
de nuevo nuestra figura 1, podremos apreciar otro hecho
curioso: el círculo forma parte de los símbolos
planetarios que representan a los regentes de los ocho
primeros signos del zodíaco, desde Aries hasta
Escorpio, pero no de los cuatro últimos (nota
1) Además, vemos como hay doce casas o sectores
mundanos que comparten regentes y significaciones con
los signos del mísmo número. El ascendente
o cúspide de la primera casa se dice que significa
los comienzos en general y, entre ellos, el nacimiento.
La casa octava representa la muerte. Marte rige ambos
procesos porque esotéricamente son la misma cosa:
es el mismo cuchillo el que corta el cordón umbilical
y los vínculos con la existencia personal. Y
entre ambos extremos, pero no más allá,
aparece constante ese círculo que en astrología
genetlíaca representa el principio de individuación,
el yo, la identidad, la vitalidad y el sentido de funcionamiento
integrado que hace de las distintas partes de un ser
vivo una unidad orgánica. Su forma cerrada señala
la clara diferenciación respecto del entorno
y es apta para figurar un sistema de concentración
de energía que no se disipa con facilidad. Por
esta razón la astrología agrupa a estos
cinco astros bajo el epígrafe de "planetas
personales", pues se refieren a aspectos de la
conciencia individual, y Júpiter y Saturno quedan
como planetas impersonales o sociales, ya que se relacionan
con cuestiones abstractas, sociales y generales, como
leyes naturales o políticas.
Así las cosas, no tiene por qué extrañarnos
la omisión de dos "personajes" específicos
para representar a estos planetas dentro de un tablero
de ajedrez; ellos están ahí en forma de
reglas del juego, de jueces o de aspectos generales.
Por ejemplo, recordemos como Ptolomeo relacionó
explícitamente a Júpiter con el color
blanco y a Saturno con el negro (Tetrabiblos, libro
II, cp. 9).
También la iniciativa y el juego más
alegre de las piezas blancas simpatiza con las atribuciones
normales del optimista y triunfador Júpiter,
mientras que la actitud a la defensiva es tan propia
de las negras como del carácter que confiere
Saturno. Júpiter está asimismo presente
cada vez que una pieza se aventura en un desplazamiento,
ya que rige los movimientos en el espacio (los viajes)
y Saturno, también llamado Cronos, lo está
en el control del tiempo.
Aunque podríamos continuar analizando otros
muchos detalles (nota
2), pienso que con lo dicho es suficiente para demostrar
que hay poderosas razones, tanto de tipo histórico
como simbólico, para sostener que el ajedrez
plasma desde sus orígenes la misma concepción
del mundo que anidaba en el corazón de las antiguas
doctrinas astrológicas. El juego, ciertamente,
ha sufrido distintas mutaciones históricas y
no es obra de una sola mente, por lo que no cabe esperar
una analogía perfecta y sin fisuras, pero aún
así conserva suficientes concomitancias como
para mantener reconocible el proyecto originario.
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